El último adiós al deportista que conmovió a todo un planeta
A la hora de las despedidas, la desbordante personalidad de Diego Armando Maradona fue recordada por multitudes de personas de todos los orígenes, trayectorias y nacionalidades
"No te vayas. Por favor, no te vayas". El miércoles pasado, entre el fárrago de información, mensajes, fotos y citas que inundaron las redes, este posteo. Anónimo, doloroso hasta lo indecible. Porque quién no pronunció esas mismas palabras dos minutos antes de que el luto sea inevitable. Quién no las dijo en voz baja, con la impotencia que sentimos los seres humanos cuando la vida se nos revela tal como es: deslumbrante y cruel, atrozmente efímera. La vida, esa que cada tanto te informa que alguien que era parte de tu existencia, de un día para el otro y sin derecho al pataleo, dejó de estar. Y a remar en el vacío, a gritarle a la nada, a lidiar con la turbia sinrazón del duelo.
Hora de confesiones. Me tocó nacer del lado de los tibios. Jamás experimenté idolatría por nada ni por nadie, mucho menos por cualquier cuestión ligada a lo deportivo. Un antídoto contra el fanatismo, supongo. También la imposibilidad de sentir la intensidad del rayo que chamusca, el vendaval que promete disolver los pesares, el caudal que con violencia, desprolijidad y tumulto abre por un instante las puertas de lo que no tiene nombre ni tiempo ni lógica.
Me tocó ser como soy, nacer en la Argentina, estar aquí un día como el miércoles pasado. Y leer en un posteo anónimo una frase que solo puede partir el corazón.
Cómo permanecer impávidos, si todo a nuestro alrededor llora. Cómo pedirle explicaciones a algo tan inasible como la pasión.
A mediados de la semana, Diego Armando Maradona dejó de ser parte de este mundo. Lo lloran sus compatriotas. Lo llora el planeta. Lo despiden en todos los idiomas. De mil maneras se afirma que quien se ha ido ha sido un dios.
No basta ser buen jugador para generar lo que el Diego -llamémoslo como lo llaman quienes lo aman- generó. No puede bastar, ni siquiera jugando como jugaba él. Algo irradió.
Me digo que, si la hubo, su divinidad se acercó a la de los antiguos griegos. No los del mármol, sino los que sabían que los dioses se les podían aparecer en cualquier recoveco del camino. Dioses que palpitaban, revestidos de piel y deseo. Incorrectos, caprichosos, atorrantes. Olímpicamente humanos.
No basta ser buen jugador para generar lo que el Diego -llamémoslo como lo llaman quienes lo aman- generó. No puede bastar, ni siquiera jugando como jugaba él. Algo irradió, como para que los niños sirios lo adoren, el presidente de Francia -sin ninguna obligación protocolar- le escriba un bellísimo texto, los rascacielos de las principales ciudades del mundo se iluminen con su nombre. Algo irradió, en fin, como para que en la Argentina lo despidamos con todo lo que venimos siendo: lo bueno, lo malo, el desborde, la creatividad espontánea -basta ver el cúmulo de imágenes, altares improvisados, grafitis, videos, canciones-, el desgarro, la emotividad, el desorden, lo grandioso, lo mísero. Todo.
Tenía un don. Eso que de manera quizás incompleta llamamos carisma. Hay quien lo considera gracia. En todo caso, cierta chispa que cuando se combina con la épica, estalla. Conmueve. Interpela más allá de cualquier intención.
El miércoles por la tarde sonó en la radio "Santa Maradona" y, como siempre me ocurre con los temas de Mano Negra, el cuerpo se me fue solo y bailé. Fue la primera vez que presté más atención a la letra que al punteo electrizante de las guitarras.
Ese mismo día, a las diez de la noche, el barrio se deshizo en aplausos, música, saludos gritados de cara al cielo. Salimos al balcón. Mi hijo, que conoce mis reticencias, me propuso un desafío. Acepté. Hicimos piedra, papel o tijera, perdí y tuve que cumplir la prenda. Entonces me acerqué a la baranda, más cerca del coro que vibraba allá afuera y, directo a las estrellas, lancé mi saludo: "¡Buen viaje, Diego!".
Conforme a los criterios de
Más informaciónADEMÁS
¿Te gustó esta nota?