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El final de "Succession": ganó el público

El final de Succession ganó el público
La creación de Jesse Armstrong tuvo un epílogo a la altura de todo lo construido en cuatro temporadas, una ficción caracterizada por un guion impecable y un elenco compacto y fascinante.

(ATENCION: ESTE ARTICULO CONTIENE SPOILERS)

Como un ciego frente al mar. La frase, claro, es de Luis Alberto Spinetta, pero aplica perfectamente a la última escena, el cierre, el broche final de Succession en HBO y HBO Max. Esa imagen de Kendall Roy devastado, perdido, derrotado, los ojos más lejanos que la línea del horizonte en el agua, puso la última, amarga nota en una serie que se ganó largamente el sitial entre las mejores de la historia. No fue el único vencido, pero sí el que más deseaba el puesto de CEO en Waystar Royco. Como en toda la serie, Jeremy Strong supo ponerle la máscara perfecta a su personaje, que terminó en una soledad absoluta, sin hermanos, sin amigos, sin familia, apenas bajo la vigilante mirada del chofer-guardaespaldas.

En rigor, ¿ganó alguien en el final diseñado por Jesse Armstrong? Cierto, Tom Wambsgans se llevó el premio mayor, pero su última conversación con Lukas Matsson dejó claro que más allá del lustre de gran ejecutivo no será mucho más que otro pibe de los mandados para el capo de GoJo. Desde el lugar de veteranos que lidiaron durante años con el auténtico e intratable jefe, Frank y Karl se regodearon en encarar "una nueva ronda" con alguien que saben más manejable que Logan Roy. A pesar de equivocarse de parte a parte traicionando a Tom, el primo Greg conservó el trabajo, seguramente con un largo camino de humillaciones por delante. El real ganador, en todo caso, fue el magnate tecnológico sueco, que se quedó con el chiche completo. Al cabo, lo que había decidido Logan antes de subirse a aquel fatídico avión.

Pavada de apuesta hizo el showrunner, matando al rey en el tercer episodio de la temporada. No fueron pocas las dudas que surgieron entonces, y aunque la serie perdió de manera inevitable a un gran atractivo, supo encarar la recta final con tensión e interés crecientes. Hubo escenas legendarias, momentos para la galería de inolvidables de la TV moderna como ese diálogo entre Shiv y Tom en el balcón, una competencia de a ver quién decía la frase más hiriente y horrible. Hubo traiciones y contratraiciones, rosqueos interminables, vistazos a la maloliente trastienda de la política estadounidense, momentos de humor voluntario o involuntario y una colección de líneas de diálogo para colgar en un cuadrito.

Y las performances. El elenco de Succession fue compacto y fascinante, un lucimiento de actores y actrices que promete arrasar con la próxima temporada de premios. En un escenario de simulaciones permanentes para sobrevivir en el más cruel mundo de los negocios, nunca abandonaron la verdad del personaje. Aunque el personaje mintiera a cada paso. Podrían haber sido caricaturas, pero la disfuncionalidad de todos los vínculos fue creíble porque no perdieron la dimensión humana. Uno de tantos logros de Succession fue evitar la pintura de los megamillonarios como simples tiburones siempre bien orientados, o como desquiciados sin más: detrás de las motivaciones de Logan, y sus hijos, y todos los que acompañaron el viaje, siempre hubo una razón comprensible.

"With Open Eyes", el finale de este domingo, pudo anudar a la perfección todas las cuestiones precisamente por ese desarrollo. Se permitió, además, mostrar por primera vez a Shiv, Kendall y Roman como auténticos hermanos, y no solo peones en el diseño del tablero Roy. Esa escena en la cocina de mamá Caroline (la última que hicieron los actores juntos, con una Sarah Snook ya tan embarazada que traía graves problemas de continuidad) fue quizás el único vistazo en toda la serie a algo parecido a una complicidad fraternal. Incluso en los argumentos que exponían para quedarse con el trono, que llegaron a la ingenuidad de Ken contando que "papá me lo prometió cuando tenía siete años". 

Ese recreo familiar, por supuesto, duró lo que un suspiro, y ofició de brutal contraste con la crucial votación por la venta de Waystar. En otra demostración del manejo de las sutilezas en cada escena, los pequeños rasgos que indicaron grandes movimientos futuros, el panorama empezó a cambiar con un gesto aparentemente casual: cuando un Ken que se sabía triunfante puso los pies sobre el escritorio, en la mirada de Shiv asomó el verdadero desenlace. No fue difícil vincular ese momento con el resumen que la hermana repitió sin necesidad de ahondar: "Lo vas a hacer mal". La votación estaba seis a seis, en el filo de la navaja. Justo Siobhan, la que en un momento creyó gozar del visto bueno de Logan, que jugó para Matsson y fue nuevamente traicionada, que tenía todo para vengarse del sueco y de su ¿ex? marido, tenía en su puño la suerte del imperio Roy. Y terminó dando vuelta la taba.

Por otra parte, entre tantas imágenes desoladoras quedó también el retrato del alto precio que paga Shiv por su decisión, convirtiéndose de algún modo en su madre, una mujer apartada del mundo de los negocios, en manos -literalmente- de Tom. Servil o no, Wambsgans terminó la serie sometiendo a su mujer, que con el voto definitivo ejerció su último acto de poder para luego simplemente subirse al auto del nuevo CEO.  Resignada al rol de mera criadora de herederos con un hombre que desprecia y la desprecia.

Sarah Snoook y Matthem Macfadyen, Shiv y Tom.

¿Y Roman? En el recuento de performances destacadas de Succession no puede dejarse fuera a Kieran Culkin, que algo sabe de apellidos pesados. En el episodio pasado, su quebranto en el funeral fue un momento sobrecogedor. En el final ofreció un eco del viejo Logan ("Los amo, pero ustedes no son personas serias") cuando se rindió ante la evidencia con ese amargo "Vos sos una mierda, yo soy una mierda, somos una mierda". Aun en los momentos en que se proponía convencido como nuevo CEO, Rom siempre supo que era el más flojo de papeles, el que le había mandado fotos de sus genitales a Gerri, el que se desmoronaba bajo presión, el que se había lanzado inconscientemente a insultar una multitud y, tras la golpiza resultante, había corrido a refugiarse en Toscana. Roman ya se conformaba con encargarse del mundo de las redes en el conglomerado mediático. Perderlo todo, al cabo, no supuso demasiada diferencia: ya se sentía una mierda.

A lo largo de las cuatro temporadas, cada personaje tuvo fans y detractores que se fueron intercambiando de acuerdo a la dinámica de cada capítulo. Esa fue, también, una de las virtudes de una serie que nada envidia a The Sopranos, The Wire, Breaking Bad o Mad Men. Pintó un mundo lejanísimo al espectador promedio, pero hizo uso de las mejores herramientas de la ficción, desde algo tan alejado en el tiempo como la pátina shakespereana hasta el preciosismo visual, la perfección de los guiones y la fortaleza de las actuaciones, el encantamiento de la música de Nicholas Britell y hasta el viejo y querido recurso del estreno semanal. Y entonces todo fue verdad, y atrajo y golpeó como tal. Como apenas un puñado de otras series, dejó a sus espectadores con una sensación de melancolía, orfandad y extrañeza, ese vacío ante el final, la despedida inevitable. Como Kendall.

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